Donostiarra de nacimiento y madrileña de adopción. Tuve una infancia feliz hasta que con 8 años me cambiaron a un colegio donde sufrí rechazo y humillaciones varias. Me acabé adaptando a esta nueva realidad al precio de arrastrar heridas profundas en mi ser. Estas supuraron, con tan solo 12 años, en forma de un trastorno de conducta alimentaria severa que poéticamente hablaba de mi necesidad de aceptación y pertenencia.

Fue entonces cuando mis padres pudieron ver que algo no estaba bien en mi y me buscaron ayuda psicológica. Ahí empezó mi amor por la psicología, primero como paciente y más tarde como profesional. La terapia me ayudó a sanar estas heridas a través de un proceso de autoconocimiento y una transformación profunda.

Con 18 años estudié la carrera de empresariales, llevada por la inercia de una familia de empresarios. Trabajé en el ámbito organizacional hasta que tuve la valentía de abandonar ese camino marcado y estudiar lo que realmente me gustaba, la psicología. Me vine a Madrid y dejé atrás mi primera parte de la vida, en la que había elegido pertenecer en lugar de ser.

Terminé la carrera de psicología y el máster reglamentario y me seguí formando en corrientes más humanistas de la psicología que no solo intentan que el paciente lidie con sus síntomas, sino que se miran, se sienten, se hablan y se reparan las heridas que una sociedad deshumanizada deja en las personas.

En Madrid he encontrado una segunda familia creada por una red sólida de amistades y mi pareja con quienes he aprendido que se puede ser y al mismo tiempo pertenecer. Creo que hace ya unos años que volví a conectar con la felicidad de la primera infancia, aunque esta felicidad ahora madura acoge también el dolor inherente a la vida.

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